DESOBEDIENCIA Y CREACIÓN

Emilio Calvo de Mora






(EL ARTE DE IMPROVISAR EN EL SIGLO XXI)


A la creación artística la incitan motivos inefables las más de las veces. Acuden a ese empeño la perplejidad y el asombro: esos son los instrumentos de trabajo. Crear es una extensión de vivir. La imaginación sensible es un atributo del espíritu con el que el hombre se ha explicado a sí mismo y ha dialogado con los dioses. Hay un arrimo metafísico en el que en ocasiones no interviene conciencia alguna. Es el bienestar que produce lo que la extrae y la conciencia de ese bienestar lo que la pule. El numen se afinca en quien afanosamente lo anhela y en quien no lo requiere. Paradójicamente esa intervención mágica sucede con idéntico desempeño, no se tiene idea de los motivos que atraen a alguien a crear. Percibimos el mundo y luego lo representamos. Lo que fascina es la necesidad del arte. Cuando irrumpe, el placer lo impregna todo. Es la dopamina, informan los científicos. Si algo nos agrada, el cerebro la libera, nos recompensa, pero hay un peaje. John Milton lo recogió en El paraíso perdido: el hombre se rebela contra lo que lo coarta, se reivindica libre, desoye las admoniciones del augur, abraza la belleza ante la providencia de las tinieblas. Esa desobediencia es la constatación de que el hombre anhela saber y contar lo sabido. Los versos de Milton son heroicos y, en apariencia, blasfemos. Fue un libro prohibido: todas las novedades que fabrican la inteligencia y la sensibilidad humana son heréticas, parecen renunciar al bagaje del pasado y abrazar insensatamente las imprecisas lujurias del porvenir. Milton era, más que romántico, un barroco, por lo que el ornamento y la disposición alambicada de las herramientas del hecho artístico explican su heterodoxia, ese avanzar sin brida, un poco a ciegas y otro poco contenidamente. Las etimologías son un tesoro al que no damos el aprecio que requieren. En su primera acepción latina, improvisar es im-pro-videre, esto es, no considerado previamente, extraído con repentino afán, volcado sin el esmero de lo pensado.

En el siglo XX, lo más parecido al barroco es el jazz. Los parajes a los que nos conduce su escucha son puro alambique: los incitan los mismos motivos inefables que conducen los de la creación literaria o pictórica. Su virtud es la improvisación, que es una licencia de los sentidos, un don divino (en términos de fe) o un desacato manifiesto al orden y a la previsión. El problema es la falta de predicamento de la misma improvisación, se aplique en una circunstancia artística o de cualquier otro rango. Se cree que improvisar es paliar lo que no se ha trabajado concienzudamente con antelación. Consta que no se confía en quien recurre a la espontaneidad. No queremos que el médico que nos intervenga tenga el temperamento de un artista y cierre los ojos, como en trance, a la espera de que un flujo de inspiración mueva el bisturí. Deseamos la vehemencia de lo cartesiano, no el apasionamiento de lo etéreo. De hecho la primera música que se registró en un papel era monofónica. La conjunción de varias líneas vocales independientes creó la polifonía, pero se mantuvo un mandato primordial, el de no hacer que se desequilibrara la melodía y se advirtiese, incluso en el desquicio del contrapunto, una armonía. La novedad consistió en que se admitía una cierta discrepancia entre los oferentes, una especie de bendita inconcordancia. Discrepar es avanzar, podríamos convenir ahora. Quien difiere del patrón que se le encomienda, produce la posibilidad de que otros acojan su discrepancia y permita que pueda ser nuevamente rehusada. Es el modo natural de que el arte discurra y las civilizaciones avancen.

Las palabras vienen de algún sitio que no nos pertenece. Habrá un recipiente del que se cojan, como agua de la que se abreva. Será el hambre o la sed los apremios primeros. Luego hay que deshacerse del paisaje, que es una costumbre del ojo. El músico de jazz es un poeta de verso libre, pero maneja con oficio la métrica. Para desobedecer hay que conocer las leyes, podríamos decir. Cuanto más se conocen, más dulce y gozoso es el ejercicio de contradecirlas. Al orden, que es un estado alterado del caos, no le incumbe la belleza del mundo. Es el mismo caos el que la alumbra. Del orden puro solo se percibe la rigidez, el estado matemático de las cosas, su concilio cartesiano y puro. La pureza nunca reveló la naturaleza humana. La contiene, hasta la modela, pero la semilla es espúrea. Se la ausenta del baile de iniciación, se la reprueba con toda la maquinaria de la cordura y la razón. El jazz tiene ese don de lo ubicuo y de lo descarriado. El jazz vive en esa periferia sublime que parece buscar un centro y, al tiempo, se aleja de él, lo rehúsa, hace como que no le incumbe y, finalmente, se rinde a su mágico fulgor, a su imán infatigable. Los músicos de jazz parecen desentenderse de un patrón, pero cuentan con él en cada nota. Creemos que improvisan o que se están ensimismando y olvidando el recado de sonar como un todo, pero hay una argamasa invisible que lo ensambla todo. Es un diálogo entre el cero y el infinito. Ahí se hace vanidoso, ahí se recama de luz, ahí se convida de sombras. Todo está legitimado, todo está pomposa o relamidamente engalanado. No hay un porqué, no hay un prontuario en el que descubrir las razones del prodigio. Su perseverancia es milagrosa. Nada lo aflige, nada le es ajeno, nada lo desdice. Es como un polvo que ocupe la banalidad inocente del aire: de pronto parece irse o invita a pensar que nos está cercando. Cuando acoge una melodía y la apreciamos, se desentiende de ella, como si le incomodara. El hecho de que de la nada surja esa promiscua opulencia es, en sí mismo, un misterio. Agrada que lo sea. El arte, modificando a Breton, será promiscuo o no será. El jazz es un ángel que ha sido manumitido de la servidumbre celestial. Ha bajado, nos ha tentado, se ha envalentonado. Si me preguntaran qué es el jazz, no sabría responder. Tampoco si se me interroga sobre la literatura o sobre el amor. Son cosas de una evanescencia dulcísima. Acuden sin que se las apremie. Intervienen sin ánimo de permanencia, pero no se puede desprender uno de su influencia.